El caos – J. Rodolfo Wilcock

ISBN: 978-987-1739-98-1
Páginas: 256
 

Desde el tenue aviso con que Wilcock le advierte en dedicatoria privada a Silvina Ocampo (“este libro en tan raro castellano”) hasta el adverso milagro de su recepción en 1974, cuando se publica la primera vez, El caos es uno de los referentes más importantes y vivos de la narrativa argentina, como El juguete rabioso, La invención de Morel y Ficciones. A eso contribuye su condición de libro de cuentos inestable. Todo en El caos permanece en estado de transformación: los personajes, las tramas, las escenas, las situaciones y, sobre todo, la lengua. Esa vibración previa, esa inminencia, insinúa el escritor que Wilcock será, y abarca ya la obra futura: El estereoscopio de los solitarios, El ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas. Tanto si se trata de un magnicidio, de una fiesta depravada, de unos animales voraces y fantásticos que acechan en el parque Lezama o de un recuerdo de juventud, Wilcock sostiene con su estilo una diversidad de mundos y criaturas que perduran sin ambages en la memoria de los lectores. Esta tercera edición aumentada, al cuidado de Ernesto Montequin, reproduce la segunda publicada en 1999 y añade dos narraciones nuevas.

 

J. Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil en 1943. Vivió un tiempo en Mendoza trabajando en la construcción del ferrocarril trasandino, pero abandonó su profesión para dedicarse a la literatura. A partir de 1957 se estableció en Italia, donde permaneció hasta su muerte, veintiún años después. Este lapso le dejó escribir una obra narrativa admirable, que se agrega a una carrera poética y brillante pero inadvertida en la Argentina. Incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas, teatro. También se desempeñó como traductor. De su obra narrativa, se destacan El estereoscopio de los solitarios, El ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas, Hechos inquietantes y Los dos indios alegres.

El tipo de narración que Wilcock ensaya en El caos, el libro que inicia la serie (publicado la primera vez en italiano por la editorial Bompiani en 1960), es de una audacia genérica asombrosa, pero no se parece a la de los que vendrán luego. El poeta de lirismo extremo y dicción impecable, clásico y revisionista, pero también directo y lacónico, incorpora luego a su repertorio unos relatos que parecen provenir de las biografías infames que Borges pregonaba en Crítica, pero que acaso estén vinculadas de manera menos epigonal con las Vidas imaginarias de Marcel Schwob.

Cuando se habla del tipo de historias de La sinagoga de los iconoclastas se recuerda con frecuencia que son “biografías” y se recalca el carácter de síntesis inherente a la jibarización, no la destreza en el suministro de recursos técnicos del narrador que las transforma en relatos. Wilcock, que al revés de Borges no se negó a la novela (El ingeniero, Los dos indios alegres), supo darle a este género el valor necesario, sin renunciar por eso a la displicencia. El sentido de la distorsión en Wilcock no es manierista ni expresionista sino estratégico, estructural. No lo tientan la parodia ni el pastiche; los modelos que calla son tan altos como los que proclama; si fracasara incluso, el suyo sería una especie de triunfo exaltado por la apuesta y atenuado solo por la elegancia y la ironía.

Cuando murió en 1978, Wilcock había convocado ya la curiosidad o provocado la admiración de la intelligentsia italiana (Pasolini, Calvino, Ruggero Guarini), pero nada había podido hacer con la local, provista siempre, en los casos en que debería suspenderla, de un solícito grado de suspicacia.

El caos de J. Rodolfo Wilcock

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ISBN: 978-987-1739-98-1
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Desde el tenue aviso con que Wilcock le advierte en dedicatoria privada a Silvina Ocampo (“este libro en tan raro castellano”) hasta el adverso milagro de su recepción en 1974, cuando se publica la primera vez, El caos es uno de los referentes más importantes y vivos de la narrativa argentina, como El juguete rabioso, La invención de Morel y Ficciones. A eso contribuye su condición de libro de cuentos inestable. Todo en El caos permanece en estado de transformación: los personajes, las tramas, las escenas, las situaciones y, sobre todo, la lengua. Esa vibración previa, esa inminencia, insinúa el escritor que Wilcock será, y abarca ya la obra futura: El estereoscopio de los solitarios, El ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas. Tanto si se trata de un magnicidio, de una fiesta depravada, de unos animales voraces y fantásticos que acechan en el parque Lezama o de un recuerdo de juventud, Wilcock sostiene con su estilo una diversidad de mundos y criaturas que perduran sin ambages en la memoria de los lectores. Esta tercera edición aumentada, al cuidado de Ernesto Montequin, reproduce la segunda publicada en 1999 y añade dos narraciones nuevas.

 

J. Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil en 1943. Vivió un tiempo en Mendoza trabajando en la construcción del ferrocarril trasandino, pero abandonó su profesión para dedicarse a la literatura. A partir de 1957 se estableció en Italia, donde permaneció hasta su muerte, veintiún años después. Este lapso le dejó escribir una obra narrativa admirable, que se agrega a una carrera poética y brillante pero inadvertida en la Argentina. Incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas, teatro. También se desempeñó como traductor. De su obra narrativa, se destacan El estereoscopio de los solitarios, El ingeniero, La sinagoga de los iconoclastas, Hechos inquietantes y Los dos indios alegres.

El tipo de narración que Wilcock ensaya en El caos, el libro que inicia la serie (publicado la primera vez en italiano por la editorial Bompiani en 1960), es de una audacia genérica asombrosa, pero no se parece a la de los que vendrán luego. El poeta de lirismo extremo y dicción impecable, clásico y revisionista, pero también directo y lacónico, incorpora luego a su repertorio unos relatos que parecen provenir de las biografías infames que Borges pregonaba en Crítica, pero que acaso estén vinculadas de manera menos epigonal con las Vidas imaginarias de Marcel Schwob.

Cuando se habla del tipo de historias de La sinagoga de los iconoclastas se recuerda con frecuencia que son “biografías” y se recalca el carácter de síntesis inherente a la jibarización, no la destreza en el suministro de recursos técnicos del narrador que las transforma en relatos. Wilcock, que al revés de Borges no se negó a la novela (El ingeniero, Los dos indios alegres), supo darle a este género el valor necesario, sin renunciar por eso a la displicencia. El sentido de la distorsión en Wilcock no es manierista ni expresionista sino estratégico, estructural. No lo tientan la parodia ni el pastiche; los modelos que calla son tan altos como los que proclama; si fracasara incluso, el suyo sería una especie de triunfo exaltado por la apuesta y atenuado solo por la elegancia y la ironía.

Cuando murió en 1978, Wilcock había convocado ya la curiosidad o provocado la admiración de la intelligentsia italiana (Pasolini, Calvino, Ruggero Guarini), pero nada había podido hacer con la local, provista siempre, en los casos en que debería suspenderla, de un solícito grado de suspicacia.